Me llamo Ana.
Soy mayor de 60 años, profesionista, hija de exitosos profesionistas de clase media. Los valores de la familia: honestidad y rectitud. Para salir adelante en la vida había que estudiar y trabajar, servir a la comunidad y llevar una vida sana. Destacar en lo social y en lo económico no eran prioridades.
Cursé la secundaria y la preparatoria. Más tarde entré a la facultad. A lo largo de esos años aprendí varios idiomas; conocí las integrales y las derivadas, a Camus y a Joyce, mitología griega, historia del mundo, a Nietzsche y a Bertrand Russell, a Freud y a Jung.
Trabajé un par de años antes de casarme. Vinieron los hijos y con ellos la cocina, los pañales, tejer… y seguir leyendo.
Los “asuntos importantes” eran responsabilidad del hombre de la casa. Vi crecer a mis hijos y participé activamente en su formación. Ellos, tácitamente, habían sido responsabilidad mía.
Veinte años después devino una enorme sorpresa: el divorcio.
“Dónde estoy parada y qué voy a hacer”, me pregunté. Tenía una pequeña cuenta de banco en la que se depositaba la quincena, unos cuantos ahorros y ninguna propiedad que me respaldara. No sabía cuándo llegaba el recibo de luz ni cuánto se pagaba, lo mismo sucedía con el agua y el gas. No tenía idea de los sueldos que recibían los empleados domésticos, ya que estos venían directamente de la oficina.
“Haz un presupuesto de lo que necesitan para que lleguemos a un acuerdo,” me dijo el que dejaría de ser mi pareja.
¿Cuánto gastábamos en alimentos, cuánto en salud, en ropa, en colegios? ¿Cómo planear un presupuesto para llegar a un acuerdo justo? ¿Cómo calcular aumentos a futuro? ¿Qué son aguinaldos? ¿Para qué y para cuánto tiempo me alcanza?
Por dónde empiezo, me cuestioné. Un diluvio de preguntas, de temores y emociones. Nada fácil.
Me acerqué a mi madre. Se sentó conmigo y se dio cuenta de cuán perdida estaba. Apartado por apartado me fue preguntando. “No tengo ni idea, madre.”
¡Cuánto hubiera agradecido haber ahorrado, haber seguido trabajando para estar actualizada, tener una tarjeta de crédito a mi nombre y poder pagarla!
Ni Beethoven, ni Zeus, ni Miguel Ángel, ni Einstein me ayudaron con el presupuesto. Tampoco me ayudó saber inglés ni francés. Dando palos de ciego fui encontrando respuestas.
En mi época no se hablaba de independencia financiera. A pesar de que los dineros de mi familia de origen los llevaba mi padre, ellos tenían o fueron desarrollando una forma divergente de abordarla, uno práctico y aterrizado, el otro soñador.
Años muy oscuros en cuestiones financieras sobrevinieron el divorcio. Sin embargo, ya que vengo de una generación en la que “las miserias no se ventilan”, me resulta imposible compartirlas. Además resulta irrelevante.
Hoy, a este día puedo decir que “sobreviví a la Edad Oscura”: cuento con un portafolio diversificado (qué elegante se escucha, ¿no?), tengo bienes raíces a mi nombre, cuentas de banco electrónicas en las que liquidó servicios y hago transacciones, tarjetas de crédito a mi nombre con un excelente historial; he aprendido de mesa de dinero y de fondos de inversión. Pago un seguro de gastos médicos mayores (carísimo), aunque debo confesar que se me olvidan las fechas de vencimiento de las tarjetas y no me las trago ardiendo. ¡Sin embargo he dado un salto cuántico!